sábado, 24 de septiembre de 2011

El pequeño olvidado

Barrió la mesa con la mirada y solo encontró botellas vacías de whisky barato y ceniceros cargados con colillas. Metió su verde y diminuta mano entre los cojines del sillón y palpó ciegamente hasta que encontró el mando a distancia. Lo asió e hizo zapping automáticamente mientras las luces azuladas del televisor dibujabann extrañas formas sobre su abombada epidermis. Un sinfín de personas sonrientes y masas enajenadas fueron circulando ante sus ojos como una feria de animales. En mitad de la marabunta anónima, una imagen se le clavó en la retina como una astilla. Concretamente, un primer primerísimo plano de la Princesa. Vio como los dientes reales se agolpaban en el pequeño hueco libre que dejaban sus labios, como compitiendo entre ellos para ser el primero en recibir los flashes de las cámaras. Unas milésimas después, se abrió el plano para mostrar la cara de profundo bobalicón del príncipe.

Era el décimo aniversario de la boda real y los canales de televisión, ante el desolador y escaso panorama de noticias, habían optado por un refrito de programas sobre grandes nupcias de los más in de los más cool de los más glamurosos de la jet set de la crème de la crème. La presentadora cruzó las piernas hasta cortarse la circulación e inició el relato del flechazo entre los dos herederos.

El príncipe se había visto involucrado en un caso de corrupción y mala praxis real. Por todos era conocido que llevaba años buscando la esposa perfecta: bella, es decir, rubia; atenta , o lo que es lo mismo, sumisa y cuyo linaje real se remontara varias centurias. Sin embargo, sus métodos fueron criticados por ser poco ortodoxos. Dicen las malas lenguas que él fue el culpable de las decenas de princesas que habían aparecido decapitadas y cuya ascendencia real se había puesto en entredicho. El desafortunado incidente fue silenciado a golpe de talonario y con alguna que otra lengua fuera de la cavidad bucal. Aún así, no fue suficiente para asustar a la joven princesa que se acercó al castillo una noche en mitad del aguacero.

La corte y en especial el príncipe –conocido por su hospitalidad con las bellas jóvenes– le ofreció la mejor alcoba la cual gozaba con la mejor cama diseñada para gentes de sangre azul. Constaba de un total de diez colchones de viscolátex hipoalergénico, con dispositivos de termorregulación, ventilación mediante poros internos, perfumado con rosas de Bulgaria y además tenía la capacidad de amoldarse perfectamente al cuerpo. Pese al comfort que ofrecía la suit, la princesa no logró descansar bien aquella noche. La prensa y la plebe lanzaban sus propias hipótesis ­–siempre tórridas–, así que no fue de extrañar que al poco tiempo anunciaran su compromiso.

La presentadora no mencionó intervención alguna de celestinas, alcahuetas, cupidos o cualquier actante que desencadenara tal romance. Simplemente, se olvidó de los detalles insignificantes y se centró en los vestidos de haute couture.

Mientras tanto, en su minúsculo sillón, el pequeño guisante se sirvió otro vaso de whisky y se lo bebió como si fuera agua. Miró una vez más el rostro de la presentadora y lloró en silencio mientras abría una bolsa de nachos.

H2SO4

Era un hombre amargado, de humor ácido y sonrisa cáustica. Le gustaba quejarse, más por vicio que por necesidad, de los vecinos reggeatoneros, de los pronósticos meteorológicos, de los anuncios de salva slip y de la longeva carrera televisiva de Manuel Torreiglesias. Pero la crisis económica –lejos de arruinar su acomodada vida­– se le había presentado como maná del cielo y le había proporcionado un yacimiento inagotable de motivos por los que alzar el puño y bramar a diestro y siniestro.

Vivía con la inercia de los hombres que visten de gris y llevan una cara y bonita soga al cuello, todo lo tranquilo que su humor le permitía vivir. Pero su humor, en un acto paronomásico, se convirtió en un tumor. La mala leche había fermentado y se le enquistó en lo más profundo. Las consecuencias no tardaron en manifestarse. Primero fueron jaquecas esporádicas, algo que podía soportar a base de pastillas y refunfuños constantes. Después llegaron los ardores estomacales y el reflujo que amarilleó sus dientes. Se despertaba todas las mañanas con el sabor de los bostezos convertidos en bilis. Las taquicardias, los mareos y el insomnio no tardaron en hacerse esperar. Ante tal panorama que iba in crescendo y viendo que se le acababa el repertorio de quejas e improperios, decidió acudir a su especialista. La situación era cuanto menos desoladora. El especialista, en su dilatada trayectoria­, jamás había visto un caso similar. Aquel caso iba más allá de su jurisdicción y dada su naturaleza excepcional, optó por transferirlo a un especialista también fuera de lo común.

–Hipnosis –fue la respuesta del doctor. El hombre amargado se negó en rotundo, menospreciaba con todas sus fuerzas gurús, brujos, chamanes, sanadores y cualquier tipo de personajillo que afirmara tener poderes curativos. Pero cuando su cuerpo empezó a cubrirse de pústulas inmoló sus principios y decidió aceptar la propuesta del médico. Se autoconvencía diciendo que si se curaba ­–cosa que dudaba– ya tendría tiempo de arremeter contra ellos.

La sesión transcurrió tal y como dicta el cliché, el hombre amargado se sentó en un diván y el doctor –con su barba y sus gafas redondas reglamentarias– hizo bailar un péndulo en el aire. Aquella pantomima duró casi tres horas, hasta que el hombre amargado escupió la semilla de todo aquel odio irracional. Se había curado, era un hombre nuevo. Después de agradecerle hasta la saciedad que lo curara, salió silbando y dando brincos como un cabrito. Todo le parecía nuevo y genuinamente perfecto. Admiró el olor rancio de la moqueta y la dulzura de la voz automática del ascensor, el aire siberiano de invierno que cortaba la piel como una cuchilla le pareció una suave brisa marina. De camino a casa, dio las buenas noches a un par de ardillas y empezó a canturrear el always look on the bright side of life de los Monty Python. De pronto, vio una luz cegadora que partía la oscuridad de la noche en dos. El pensamiento de estar ante una aparición mariana le cruzó su mente. Después se dio cuenta de que era el lado positivo de la vida. Desgraciadamente, ya fue demasiado tarde cuando vio que aquella luz no era más que las luces de un camión que lo arroyó a lo largo de casi diez metros.

La bailarina

Olga se colocó en primera posición, dobló las rodillas y acto seguido articuló una serie de giros y piruetas con una precisión milimétrica. O casi. Por muy bien que hubiera tratado de disimularlo, se había desviado dos grados y medio. Ni el maestro de piano ni la profesora de baile repararon lo más mínimo en aquel error. Sin embargo, Olga oyó un clac mudo, como el de una rueda dentada al salirse de su engranaje.

Tres meses atrás había obtenido una plaza privilegiada en la Academia Vaganova de Ballet Ruso. Su actuación fue tan espectacular que levantó tanto los aplausos del jurado como los llantos de sus compañeras de baile por otro. Era la primera vez desde la fundación de la Academia que el jurado aplaudía a una futura alumna: entró por la puerta grande, con todos los honores. Todo el mundo estaba convencido de su inminente triunfo, su familia se deshacía en halagos y lloraban de emoción cuando hablaban de ella. Estaban tan orgullosos; que, ante la marcha de la primogénita, le habían puesto su nombre a la perra para no sentirse tan solos.

Desgraciadamente, ahora todo aquello había cambiado, por dos grados y medio. Dos grados y medio que volvieron a repetirse. Y se multiplicaron. Varias veces. El resultado fue un tropezón cuyas consecuencias hicieron que se tambaleara casi una semana. Y, finalmente, aquel 5 de septiembre, Olga cayó al suelo ante el horror de sus profesores. Tal falta le causó la suspensión de sus clases durante una semana y los cuchicheos y miradas de soslayo de sus compañeras.

Aquella caída aturdió a Olga más allá de lo físico. Con ella se había derrumbado su futuro prometedor. Su carrera, al igual que ella, había empezado a tambalearse. Necesitaba la ayuda, así que reunió los ahorros de su juventud y buscó la clínica privada más importante de Rusia. Aquella misma tarde Olga se presentó en la consulta más lujosa que había visto en toda su vida y entró como un patito mareado.

- Verá – dijo ella con falsa cortesía – he perdido el equilibrio y la gracia. Antes podía notar como los pies se movían al compás de la música y podía volar como los colibríes. No, no se ría. No estoy usando metáforas de escritor de segunda, le hablo de algo casi fisiológico, como si mis latidos se sincronizaran con el tempo de la música. Pero ahora, cuando empiezo a bailar, me tropiezo, y mis pies se enzarzan.

El cardiólogo cuyo historial le proporcionaba mayor confianza que Matías Prats, tomó nota en su libreta de médico, con su caligrafía también de médico, y pidió un electrocardiograma.

Cuando echó un vistazo a los resultados, el doctor inspiró profundamente y restó en silencio. Ante tal expresión de pasmo, la chica se impacientó.

- ¿Es grave? –le preguntó.

- Sí. No podrá volver a bailar nunca más –dijo después de una larguísima pausa–.

- ¡¿Por qué?! ¿Qué tengo, doctor?

- Me temo que tiene usted una arritmia, señorita.

Sábado sabadete

Se sentó en la barra y sus pupilas resbalaron hasta el cristal lleno de salpicaduras. Al otro lado, un amasijo de tropezones de diversos colores y texturas le devolvió la mirada en forma de ensaladilla rancia. La tortilla y la fritanga variada le hizo sentirse peor. Aún más perdido. El pensamiento de haber perdido su reflejo de por vida le martilleaba la sien, eso y una calvicie galopante.

Ya se habían discutido otras veces, de hecho, casi todas las mañanas. Solía despertarse y tropezarse con su reflejo en cuanto se levantaba de la cama. La cruda realidad le abofeteaba con la mano abierta antes que el despertador marcara las ocho en punto. Ambos se miraban con aquella expresión entre asco y desprecio y se echaban en cara todo tipo de reproches. Ninguno de los dos soportaba como su cuerpo se iba deteriorando y se culpaban mutuamente de dejarse tan libremente al paso de los años.

Pese a las discusiones y los rencores, su reflejo siempre acababa volviendo en un par de horas, era un tipo dependiente; él lo sabía bien. Empezaba viendo destellos, manchas aleatorias, como en el test de Rorschach, que acababan por configurar su propia imagen en la concavidad de la cuchara o en el pomo de la puerta. Era entonces cuando tenía la certeza de que había vuelto. Sin embargo, esta ocasión ya llevaba desaparecido desde el lunes. Al pensarlo se echó a llorar como un niño en la barra de aquel bar. Era sábado y los sábados tocaba recordar por qué había sucumbido a aquello llamado matrimonio. Se imaginó a su mujer con el camisón transparente con un sinfín de encajes y mordiéndose el dedo como tant le gustaba a él. En aquellas noches, ella se volvía una mujer dedicada y sumisa, complacía todas sus fantasías sin rechistar. Ella tan solo pedía una cosa, que fuera afeitado.Pero ahora que se había esfumado su reflejo, afeitarse se le antojaba una tarea hercúlea. Ni tan siquiera había podido peinarse en días o recortarse los pelos de la nariz. Se daba por vencido. Pensó una vez más en su mujer, se acabó la caña y, entre sollozos, pidió otra intentando a la vez que intentaba ocultar su erección.