sábado, 24 de septiembre de 2011

H2SO4

Era un hombre amargado, de humor ácido y sonrisa cáustica. Le gustaba quejarse, más por vicio que por necesidad, de los vecinos reggeatoneros, de los pronósticos meteorológicos, de los anuncios de salva slip y de la longeva carrera televisiva de Manuel Torreiglesias. Pero la crisis económica –lejos de arruinar su acomodada vida­– se le había presentado como maná del cielo y le había proporcionado un yacimiento inagotable de motivos por los que alzar el puño y bramar a diestro y siniestro.

Vivía con la inercia de los hombres que visten de gris y llevan una cara y bonita soga al cuello, todo lo tranquilo que su humor le permitía vivir. Pero su humor, en un acto paronomásico, se convirtió en un tumor. La mala leche había fermentado y se le enquistó en lo más profundo. Las consecuencias no tardaron en manifestarse. Primero fueron jaquecas esporádicas, algo que podía soportar a base de pastillas y refunfuños constantes. Después llegaron los ardores estomacales y el reflujo que amarilleó sus dientes. Se despertaba todas las mañanas con el sabor de los bostezos convertidos en bilis. Las taquicardias, los mareos y el insomnio no tardaron en hacerse esperar. Ante tal panorama que iba in crescendo y viendo que se le acababa el repertorio de quejas e improperios, decidió acudir a su especialista. La situación era cuanto menos desoladora. El especialista, en su dilatada trayectoria­, jamás había visto un caso similar. Aquel caso iba más allá de su jurisdicción y dada su naturaleza excepcional, optó por transferirlo a un especialista también fuera de lo común.

–Hipnosis –fue la respuesta del doctor. El hombre amargado se negó en rotundo, menospreciaba con todas sus fuerzas gurús, brujos, chamanes, sanadores y cualquier tipo de personajillo que afirmara tener poderes curativos. Pero cuando su cuerpo empezó a cubrirse de pústulas inmoló sus principios y decidió aceptar la propuesta del médico. Se autoconvencía diciendo que si se curaba ­–cosa que dudaba– ya tendría tiempo de arremeter contra ellos.

La sesión transcurrió tal y como dicta el cliché, el hombre amargado se sentó en un diván y el doctor –con su barba y sus gafas redondas reglamentarias– hizo bailar un péndulo en el aire. Aquella pantomima duró casi tres horas, hasta que el hombre amargado escupió la semilla de todo aquel odio irracional. Se había curado, era un hombre nuevo. Después de agradecerle hasta la saciedad que lo curara, salió silbando y dando brincos como un cabrito. Todo le parecía nuevo y genuinamente perfecto. Admiró el olor rancio de la moqueta y la dulzura de la voz automática del ascensor, el aire siberiano de invierno que cortaba la piel como una cuchilla le pareció una suave brisa marina. De camino a casa, dio las buenas noches a un par de ardillas y empezó a canturrear el always look on the bright side of life de los Monty Python. De pronto, vio una luz cegadora que partía la oscuridad de la noche en dos. El pensamiento de estar ante una aparición mariana le cruzó su mente. Después se dio cuenta de que era el lado positivo de la vida. Desgraciadamente, ya fue demasiado tarde cuando vio que aquella luz no era más que las luces de un camión que lo arroyó a lo largo de casi diez metros.

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