sábado, 24 de septiembre de 2011

La bailarina

Olga se colocó en primera posición, dobló las rodillas y acto seguido articuló una serie de giros y piruetas con una precisión milimétrica. O casi. Por muy bien que hubiera tratado de disimularlo, se había desviado dos grados y medio. Ni el maestro de piano ni la profesora de baile repararon lo más mínimo en aquel error. Sin embargo, Olga oyó un clac mudo, como el de una rueda dentada al salirse de su engranaje.

Tres meses atrás había obtenido una plaza privilegiada en la Academia Vaganova de Ballet Ruso. Su actuación fue tan espectacular que levantó tanto los aplausos del jurado como los llantos de sus compañeras de baile por otro. Era la primera vez desde la fundación de la Academia que el jurado aplaudía a una futura alumna: entró por la puerta grande, con todos los honores. Todo el mundo estaba convencido de su inminente triunfo, su familia se deshacía en halagos y lloraban de emoción cuando hablaban de ella. Estaban tan orgullosos; que, ante la marcha de la primogénita, le habían puesto su nombre a la perra para no sentirse tan solos.

Desgraciadamente, ahora todo aquello había cambiado, por dos grados y medio. Dos grados y medio que volvieron a repetirse. Y se multiplicaron. Varias veces. El resultado fue un tropezón cuyas consecuencias hicieron que se tambaleara casi una semana. Y, finalmente, aquel 5 de septiembre, Olga cayó al suelo ante el horror de sus profesores. Tal falta le causó la suspensión de sus clases durante una semana y los cuchicheos y miradas de soslayo de sus compañeras.

Aquella caída aturdió a Olga más allá de lo físico. Con ella se había derrumbado su futuro prometedor. Su carrera, al igual que ella, había empezado a tambalearse. Necesitaba la ayuda, así que reunió los ahorros de su juventud y buscó la clínica privada más importante de Rusia. Aquella misma tarde Olga se presentó en la consulta más lujosa que había visto en toda su vida y entró como un patito mareado.

- Verá – dijo ella con falsa cortesía – he perdido el equilibrio y la gracia. Antes podía notar como los pies se movían al compás de la música y podía volar como los colibríes. No, no se ría. No estoy usando metáforas de escritor de segunda, le hablo de algo casi fisiológico, como si mis latidos se sincronizaran con el tempo de la música. Pero ahora, cuando empiezo a bailar, me tropiezo, y mis pies se enzarzan.

El cardiólogo cuyo historial le proporcionaba mayor confianza que Matías Prats, tomó nota en su libreta de médico, con su caligrafía también de médico, y pidió un electrocardiograma.

Cuando echó un vistazo a los resultados, el doctor inspiró profundamente y restó en silencio. Ante tal expresión de pasmo, la chica se impacientó.

- ¿Es grave? –le preguntó.

- Sí. No podrá volver a bailar nunca más –dijo después de una larguísima pausa–.

- ¡¿Por qué?! ¿Qué tengo, doctor?

- Me temo que tiene usted una arritmia, señorita.

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